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La soledad de los expoliadores: por qué el colonialismo le pasa una dura factura a Occidente

<strong>La soledad de los expoliadores: por qué el colonialismo le pasa una dura factura a Occidente</strong>

Occidente, de repente, ha mirado a su alrededor y se ha encontrado solo. Muy solo. Y no es casualidad. El ascenso de Occidente en los últimos siglos se cimentó en el expolio de riquezas, recursos y hasta personas. Todo cuanto tuviera valor fue usurpado durante centurias de gran parte del planeta para beneficio de las élites y de las sociedades europeas en un inicio y, con posterioridad, también, de los estadounidenses. Un saqueo que permitió que los usurpadores aumentaran sus riquezas y mejoraran sus condiciones de vida, mientras empeoraban los niveles de los saqueados, abriéndose así una brecha cada día mayor.

He ahí la historia del esclavismo norteamericano y las negativas a las reparaciones, no solo a los descendientes afroamericanos, que todavía padecen las consecuencias de la esclavitud en la actualidad con menores posibilidades que otros grupos poblacionales, sino también a los países africanos a los que se arrancó de sus entrañas de forma salvaje su capital humano; he ahí la soberbia respuesta de España ante las peticiones de perdón de México, de donde se extrajeron, como del resto de América Latina, infinidad de recursos, en especial la valiosa plata; he ahí las solicitudes de reparación de Haití, a la que franceses y norteamericanos expoliaron, y cómo estas terminaron en un golpe de Estado a comienzos de este siglo —patrocinado por franceses y norteamericanos—. Y tantos, tantos otros ejemplos.

Porque son las heridas del colonialismo europeo o el imperialismo norteamericano las que todavía sangran en el planeta, muy en especial en América Latina, África y Asia, donde los latigazos, los balazos y los golpes de Estado todavía se recuerdan. Pero, ante todo, es el pensamiento supremacista lo que impide y dificulta que Occidente encuentre apoyo real fuera de los muros que, cada día con mayor altura, aíslan a los privilegiados del resto del planeta. Recuerden cómo el alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, señaló en el año 2018, en un acto público en un espacio universitario, que lo único que hicieron los EE.UU. fue “matar a cuatro indios” —en referencia al genocidio de los indígenas en Norteamérica—. Y, sobre todo, cómo ello no le ha supuesto una defenestración política, sino todo lo contrario, un ascenso: hoy es uno de los líderes de la política exterior europea.

No obstante, Borrell fue uno de los participantes en la Conferencia de Seguridad de Múnich y, claro está, responsabilizó a los rusos del fracaso occidental en América Latina, África, Asia u Oceanía. Según su opinión, los descendientes de los “cuatro indios” que no fueron exterminados por EE. UU. o las potencias europeas se han creído el cuento ruso. Y también el chino, porque, como bien es sabido, los chinos también cuentan muchos cuentos.

Así, según los medios de comunicación occidentales, parte del problema occidental, que el presidente francés, Emmanuel Macron, señaló como la creciente falta de credibilidad y peso en las naciones del Sur global, es decir en gran parte de los que antiguamente se denominaban como ‘países no alineados’, se debe a que los chinos invierten dinero sin exigir que los países se democraticen, los rusos ofrecen seguridad y manipulan ideológicamente y los ‘indios’ se están convirtiendo en un referente del Sur, lo que se demuestra por la celebración de una cumbre a la que asistieron más de un centenar de países del Sur global —no sé, pero diría que Arabia Saudí o Marruecos no están muy presionados por aquello de la democracia y África come gracias a los cereales rusos—. En definitiva, los ‘malvados’ rusos, chinos e indios han utilizado y siguen utilizando las malas artes para corromper a las élites de estos países a cambio de saquearles. Dando por buena esta versión, cabría preguntarse: ¿acaso no es eso lo que los occidentales llevan haciendo durante los últimos siglos y pretenden continuar haciendo? Por desgracia para Occidente, la realidad es que se ha quedado solo y cada día se siente más incapaz de competir con China, India o Rusia, lo que se demuestra en que la mayoría del planeta no ha secundado las sanciones a Moscú —solo cuarenta países de más de ciento ochenta, menos de una cuarta parte—. Y hay que dejar claro que muchos de ellos han sido forzados a ello, ya haya sido de forma directa por

otros Estados o poderes o de forma indirecta por la presión del entorno, como ha ocurrido con el envío de armas a Ucrania.

¿Cuántos de los cuarenta países que participan de sanciones a Rusia habrían impuesto sanciones unilaterales o habrían participado de estas si no hubieran sido forzados de una u otra manera? ¿Cuántos hubieran enviado armas por su propia voluntad?

Y aunque en ocasiones se señala la forma en la que Occidente está perdiendo peso en países como Brasil, Indonesia o Turquía, lo cierto es que la situación es todavía más dramática, pues Occidente está perdiendo influencia en regiones enteras. Y ello no se debe a, como afirma Borrell, que los países europeos deben medir más el impacto de sus políticas en terceros países, en referencia al aceite de palma o la deforestación, sino a que deben dejar de ser supremacistas y expoliadores. Un ejemplo reciente lo encontramos en la vacunación covid-19, ya que mientras China y Rusia ofrecieron sus vacunas al resto del planeta, lo cierto es que Occidente tiró al cubo de la basura millones de ellas, aun cuando millones de personas del Sur global las necesitaban.

Pero el asunto va más allá de las vacunas y de los relatos. Por poner un ejemplo, China destinó entre 2010 y 2015 más recursos a América Latina que Wel Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) o la Corporación Andina de Fomento (CAF)” —y no lo digo yo, lo dice El País, cabecera occidental en España—. Como contraste, cuando la pandemia azotó a gran parte de los países del Sur global, donde la economía informal soportó de forma mucho más endeble los efectos de la pandemia y el valor de las materias primas se hundió, hasta un 37 % en el primer semestre de 2020, EE.UU. no tuvo otra ocurrencia que congelar la contribución norteamericana a la Organización Mundial de la Salud (OMS). No solo se repartieron las vacunas entre los ricos occidentales y tiraron las sobrantes sin pensar en el resto de afectados en el planeta, sino que suspendieron la contribución sanitaria en un momento en el que la humanidad estaba sufriendo una situación catastrófica. Es decir, en las decisiones del Sur global hay mucho más que palabras —y son alrededor del 20 % del PIB mundial y del 75 % de la población del planeta—.

Y es ese supremacismo y ese egoísmo el que abre la puerta a terceros y el que crea la mayoría de los conflictos existentes, porque no se reparte la riqueza, ni se comparten los avances tecnológicos, ni se trabaja en la disminución de las desigualdades planetarias, o en mitigar la enorme pobreza existente en tantas partes del mundo —de la visión ideológica, muy diferente a la de otras regiones, ni hablamos—. Y, obviamente, tampoco se tienen en cuenta los intereses o los sentimientos de los terceros países. Un ejemplo de ello lo demuestra el apoyo a Ucrania, pero también la acogida de ucranianos, mientras millones de personas han sido maltratadas, ultrajadas o asesinadas a las puertas de Europa o EE. UU. de forma oprobiosa e impune.

De hecho, el Sur global está en desacuerdo con la política que EE. UU., y el resto del obediente Occidente, pretende en Ucrania: un conflicto lo más extenso en el tiempo posible para desangrar a Rusia. Sin embargo, esta visión no es compartida por la mayoría del planeta, que considera que Occidente está sosteniendo la duración de un conflicto que les afecta directamente, porque las sanciones impuestas a Rusia tienen impacto planetario. Se lo han explicado cientos de líderes y políticos, incluido el presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, pero no parece importarles.

Creen que con maquillar la ONU, el FMI o el Banco Mundial y repartir unas cuantas limosnas más será suficiente, cuando la realidad es muy distinta: hay una imparable ola demográfica que no se va a conformar con matices, sino que va a exigir cambios. Cambios reales. Y el primero de ellos pasa por ser tratados y considerados como iguales. Por ser iguales. Así pues, o bien Occidente cambia su visión supremacista del planeta —lo que quedaría materializado por una reforma estructural que convirtiera a la ONU, el FMI o el Banco Mundial en actores independientes y potentes y al resto de países en iguales— o va a tener un serio problema, o, mejor dicho, ya lo tiene: va a estar solo. Muy solo. Demasiado.

Luis Gonzalo Segura. R T 22 feb 2023

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